Me doy vergüenza a mí mismo.
Debería estar muerto.
Como la mayoría, puede que la totalidad, de mis familiares.
Mi esposa.
Mi madre.
Mi padre,
Primos...
Han acabado con todos.
Intenté seguirlos, emprender el mismo camino, matarme. Me hendí las muñecas con un pedazo de vidrio.
Dolió, pero resultó liberador, creador, como un dolor de parto.
Un nacimiento a la muerte.
Un aborto de suicidio.
Morí lo justo. Me desvanecí. Y desperté en la enfermería.
Me habían "salvado".
Para seguir siendo torturado.
Me pusieron al borde de la muerte. Por tres veces me vi ya muerto. En una concurrida zanja. Hacinado sobre, y bajo, miles de mis compañeros, compatriotas, correligionarios.
Tres veces volví.
Tres veces.
Y aquí me tenéis, pintando svásticas en trenes requisados a sus enemigos, a los pueblos que someten.
A mis amigos.
Soy un mal judío.
Debería estar muerto.
Pero no lo he conseguido.
Ni lo han conseguido.
Estoy condenado a vivir.
Mi peor tortura.
Cada vez que esperaba que llegara el fin,
con alivio lo acogía,
me abría de brazos y me entregaba a él,
cada una de esas mismas veces Yahvé detenía la daga sacrificial.
Me quisieron ofrecer en "regalo póstumo" al Führer, por su cumpleaños, el 20 de abril de 1943, hace ya casi dos años.
Mis encargados, Guenthert y Kohlrautz, dos nazis consagrados, también de las SS, los disuadieron: los convencieron de que mi trabajo era mucho mejor regalo para Hitler que mi muerte. Y, ese día, nazifiqué una preciosa máquina, toda nueva, reluciente, bellísima, negra y dorada, que serviría para llevar tropas al frente, o para transportar materias primas, o mercancías preciadas para estos genocidas, para llevar miles de familias a judíos al matadero.
Soy una mierda.
Soy un cobarde.
Nos escapamos de Janowska. Nos cogieron. Ante mí fueron liquidando, con un tiro en la cabeza, a todos mis compañeros. Me salpicaron sus gritos, o su silencio, sus miradas degolladas, su sangre y hasta sus sesos. Pero yo no pude franquear la frontera. Me volví a quedar.
La Luger se encasquilló justo en mi sien. Cuando ya me veía llegar a la verdadera tierra de leche y miel.
Me meé encima.
Mis torturadores se rieron de mí. Prefirieron dejarme más rato muriendo.
Y morí varios meses más.
Me volvieron a dejar a este lado.
Como cuando llegué a ese campo de exterminio y fui uno de los 120 elegidos para trabajar.
Siempre muriendo a plazos. Nunca al contado.
Al borde de otra fuga, nos volvieron a cazar. Pero, con los soviéticos a las puertas, prefirieron dejarnos vivir, limpiar, en los posible, su imagen. Hasta nos dieron de comer.
Comida que, aliñada con el ansia, nos mataba más cruelmente que el mismo hambre o el Zyklon B.
Yo, hijo de Abraham, me veo entregado a un cruel sacrificio no consumado.
Cual moderno Sísifo me veo cargando una y otra vez con mi propio cadáver, cuesta arriba. Para no poder evitar que ruede por la pendiente.
Y vuelta a empezar.
Dime, Yahvé de los ejércitos, ¿por qué me haces esto?
¿Qué quieres de mí?
¿No puedes dejarme partir con mis seres queridos, con mi pueblo, con TU pueblo?
¿Sirve para algo que me mantengas a este lado de la muerte, más muerto que mis consanguíneos?
¡Mis seres queridos!
Todos.
87
Gerttz
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Simon Wiesenthal sobrevivió a Mathausen y dedicó el resto de su vida (1908-2005) a localizar a criminales de guerra nazis. Con gran eficacia. Nadie lo hizo mejor. Una auténtica "locomotora" llevando a genocidas al banquillo.
Su esposa, Cyla Müller, inesperadamente, también había sobrevivido. Se reencontraron, tuvieron a Paulinka y compartieron el resto de sus vidas. Plenas.